Tres de las crónicas del libro CIUDAD DE PAPEL (Trilce, Montevideo, 2009)
Ciudad de Papel
CALLE CAULAINCOURT
CRÓNICA DE BUENOS AIRES: VIAJE A LA CIUDAD ÍNTIMA
CRÓNICA DE CIUDAD JUÁREZ
CALLE CAULAINCOURT
Domingo de mañana. Me bajé en Batignolles para comer algo en el café de Jacky, pero es domingo y está cerrado. Sigo a pie hasta la plaza Clichy, puede ser que encuentre algo abierto, después subiré la calle Caulaincourt hasta la casa de Jean-Francis. El apartamento de Jean-Francis es triste y lindo, una buhardilla en un callejón sin salida cerca del metro Lamarck-Caulaincourt. El problema es subir la calle Caulaincourt, que es curva, en repecho y parece no acabar nunca, como en las pesadillas.
Era claro que todo iba a estar cerrado en la plaza, tenía que haberlo previsto, considerando mi suerte. Me siento un momento en una acera, porque esta plaza no tiene bancos, no es más que un corredor urbano, desertado a esta hora. Miro el boulevard Clichy, las puertas cerradas de la librería donde Jean-Francis trabajó varios años y que en sus buenos tiempos abría hasta muy tarde en la noche. Cerca está la joyería La Turquoise, donde los travestis brasileños llevan los cheques. Muchos clientes les pagan con cheque y ellos no tienen papeles, no pueden abrir una cuenta bancaria para depositarlos. La dueña de La Turquoise, Madame Bordelais, por pura gentileza, y mientras esto no le comprometa su declaración de impuestos, deposita los cheques en su propia cuenta y les da el dinero. Es una gauchada, si puedo usar esa palabra aquí, sentado frente a la plaza Clichy, pensando en las dificultades de los travestis brasileños. Una gauchada es lo que yo precisaría ahora, alguien que me llevara a casa de Jean-Francis. Soy joven todavía, es cierto, tengo treinta y pocos años. Pero hoy dormí poco, siento frío, tengo el estómago vacío y poca suerte.
En la mitad de la plaza se levanta el monumento al mariscal Moncey, el que defendió París, al fin del imperio napoleónico, contra la invasión rusa. Pienso que los travestis están acá para juntar plata, y también sueñan con nobles rusos (pero pueden ser ingleses) que se enamoran de ellos. A veces logran lo primero y vuelven a Brasil con plata como para comprarse por lo menos un apartamento. Yo no tengo ninguno de esos proyectos. Pero desde 1978 vengo aproximadamente cada dos años. Este promedio durará hasta mediados de la década de los ´80. Vengo porque pertenezco a otra tribu errante, la de los exiliados. Vengo a encontrar a mis uruguayos, a saber noticias, de ellos, de mí mismo.
Reúno fuerzas y me levanto de la acera frente a esta plaza desierta. La plaza Clichy un domingo gris de mañana en invierno: un buen resumen del desamor. Ese es mi sentimiento por París en esa época. Las muchachas que pasan apresuradas trabajan en Pigalle, en la plaza Blanche, o en Rochechouart, ya se sabe. Los otros transeúntes son turistas que van a la basílica del Sacré-Coeur, esa iglesia más fea que la plaza Clichy, o a comprar recuerdos con los pintores en serie de la plaza du Tertre. La plaza Clichy los domingos de mañana no existe, o se me confunde con la grisura general del exilio.
Empiezo a subir el repecho de la calle Caulaincourt. No miro nada, o sí, miro la acera y los árboles, enormes. A estos los franceses los llaman “sophoras”. Pienso en las aceras rotas de Montevideo y en los paraísos en los que trepaba de niño. Vengo a París también para tener noticias de Montevideo. Vivo en San Pablo, soy profesor en la Alianza Francesa local, vengo a París porque tengo la casa de Jean, donde me instalo como él se instala en la mía en San Pablo. Las noticias de mi Montevideo imposible son el aire, a veces viciado, que respiro durante muchos años.
Por eso necesito a mis amigos, sobre todo a mi Trinidad Non Sancta, Juan, Jean, Adalberto. Juan Introini, claro, mi amigo desde la adolescencia. Es profesor de Latín en la Facultad de Humanidades. Tantos años de estudios, tanto talento, él y Jorge Cuinat, y un día los echaron de la Universidad. No eran confiables. Un profesor categoría A los habrá reemplazado. Porque hay ciudadanos A, ciudadanos B y ciudadanos C. Cuando me echaron a mí del Uruguay esa división en categorías todavía no existía, o no tenía un nombre, esas tres letras. Me fui a San Pablo en silencio, que nadie se diera cuenta, mi exilio fue sin ninguna categoría. De mis varios delitos creo que el peor consistía en ser amigo de un preso político, el pobre Nelson Marra. En ir a la cárcel de Punta Carretas todos los sábados, infaltable. La fidelidad no se perdona. Ser un hombre honrado, practicar la amistad, la solidaridad, eso no se perdona en una dictadura. Hay siempre un consenso implícito en las dictaduras, la idea de un mal menor, un espacio sin valores donde medran los oportunistas. También por eso la dictadura es terrible, y no sólo por ser un régimen "de fuerza". Pienso en la demolición del IPA, no puedo evitarlo.
Paro un minuto para recobrar fuerzas, estoy en el puente de la calle Caulaincourt sobre el cementerio Montmartre. Lo quiero a este cementerio. Pero es que me gustan todos los de París. En los años ´70 y en los primeros ´80 los cementerios son lo único que amo en esta ciudad. Me prometo venir estos días a visitar las tumbas de mis muertos queridos del Montmartre: Alfred de Vigny, Stendhal, Berlioz, Théophile Gautier, los hermanos Goncourt, Vaslav Nijinsky y, por qué no, Émile Zola. El periplo no será pequeño. Y en el cementerio Montmartre hay que mimar a los gatos, al menos darles de comer, o darles calor, para conjurar la mala suerte.
Vengo a París con obstinación para pasar los tres meses de mis vacaciones escolares brasileñas, es decir, siempre en invierno europeo, para encontrar el calor de los amigos, las charlas, la esperanza. Recorro siempre mi periplo de los “Refugiados Políticos” –así dice en sus documentos. Voy a ver a mis uruguayos de Grigny-La Grande Borne. Pero están los de la Porte des Lilas, los que estudian y viven cerca de la calle des Écoles. Son tantos. Yo los necesito a todos.
Justamente esta mañanita estoy llegando de Grigny. Es una periferia lejana. Nos reímos: La Gran Puta sería un nombre más adecuado que La Grande Borne. Tenía una cena anoche en casa de Jean Stern, un militante gay francés. Éramos dos invitados, un militante holandés y yo. Pero quiero quedarme en Grigny, lo llamo a Stern, no puedo ir, nunca llegaría a la calle de Turenne, estoy atrapado en un embotellamiento, en Grigny. Stern ya entendió todo. No puedo y no quiero dejar a mis amigos, él lo sabe. Después conoceré al holandés, él y yo escribiremos alguna nota para la revista Gai Pied. Pero ahora mi urgencia son los uruguayos.
Terminé por dormir en La Grande Borne, me desperté temprano, tomé un mate lavado y volví en tren a la Gare de Lyon ahora de mañana. ¿Qué hacen los uruguayos cuando se juntan en Grigny, la pobre, o en la calle des Écoles, más rica, o al menos más intelectual? Toman vino, recuerdan. Algunos hacen proyectos. Yo recompongo el cuerpo muerto que nos une. Se llama Uruguay, es inmenso. Es gigante lo que nos ocurrió, gigante la pérdida. Hace años que nos reencontramos y siempre volvemos a esa perplejidad, nos reunimos para contemplarla, para medirla, es una ausencia hablada. Nos contamos historias.
¿No sabían la historia de Gustavo M.? La sabían, nos la volvemos a contar siempre. Fue a Cuba a entrenarse para la guerrilla. Tuvo algunas crisis nerviosas, lo internaron. Al fin la dirección de la guerrilla renunció a él. Lo mandaron a Varsovia, que hiciera lo que quisiera. De allí se vino en tren a París. Lo veo una vez más. Somos jóvenes, muy jóvenes. Fue en 1978, me llama por teléfono, está en Asnières, un suburbio, quiere morir. Paso todo el mes de enero con él en Asnières. Años después me contará. No se mató porque mi presencia le devolvió algún sentido a la vida. “¿Y eso es bueno?”, le pregunté. No acusa recibo de mi guasa, me garantiza que sí. Sé que vivo para mis uruguayos, para que no pasemos el borde, para recordarlo: estamos frente al abismo.
En la calle Caulaincourt, después de la curva más grande, hay una plazoleta. Se llama Place Constantin Pecqueur, es cerca de la casa de Jean. No sé quién habrá sido Constantin Pecqueur, pero quien hizo la plaza tuvo piedad de los peatones, la llenó de sophoras. París también tiene sus respiros.
Pienso en la vida cotidiana de los uruguayos exiliados. Los de Grigny tienen hijos. Los niños hablan mal el español, tienen dificultades. Viven en edificios enormes, bloques sin identidad. Allí viven uruguayos, argentinos, chilenos, brasileños, vietnamitas, muchos africanos tanto del África ecuatorial como del Magreb.
Estoy casi llegando. Atravieso la cuadra con los estudios de la Pathé, la compañía de cine que creó mundos cosmopolitas, historias de pacotilla. Hoy esos estudios están desafectados, deben albergar sólo fantasmas. Jean-Francis es su vecino.
Duerme cuando llego. Preparo el café y mis recuerdos. Pienso en Juan y en él, mis “dos Juanes”. Jean-Francis Aymonier es mi apoyo, mi puerto seguro, hace tantos años, desde marzo de 1977, diría él, que es muy preciso con las fechas. Había ido a San Pablo a casarse, los veo llegando en taxi a los dos novios, para buscarme en la biblioteca de la Alianza Francesa. Me llama el portero, tengo que bajar corriendo, conminado a subir al taxi. Logro caber entre el ramo de flores, la cola del vestido de la novia, Jean radiante dentro de su traje, hecho para la ocasión. El casamiento podrá no durar mucho tiempo, pero vendrán otros amores, en San Pablo o en París, atravesaremos la vida juntos, indiferentes a los cambios de hemisferio. Jean, que no habla español, el más uruguayo de los franceses, irá a Montevideo, a casa de Graciela Míguez y de Juan Introini, me traerá noticias, será amigo de mis amigos.
Muchos años después –el 17 de mayo del 2000, me lo recordaría él- tendrá que pasar por su forma de exilio, el accidente de tránsito. Jean, corrector de un diario en París, está llegando en moto a su trabajo, la mala suerte, con casco y todo, el golpe en la nuca contra el cordón de la acera. Jean tetraplégico. Jean el fuerte. Durante algún tiempo está tentado por la muerte, quiere morir, me lo pide. Dice: “Mátame”. Me contagia el desaliento, llego a pensar seriamente en ese pedido final. Pero el espíritu vuelve, las ganas de vivir a pesar de todo. Treinta años después, Jean y yo seguimos conversando, a veces en silencio, o nos colgamos a ese teléfono de internet con el que me llama, durante horas los fines de semana.
Los amigos de los uruguayos se “uruguayizan” también, y todos nos contamos historias para sobrevivir. Las precisamos. Durante años Roque y Esther Seixas, mis amigos gaúchos, han vuelto a Brasil después de décadas en Montevideo, me llaman desde Río Grande, hablamos de los presos. Nos cuesta hablar de los desaparecidos. Margarita, la Flaca, está desaparecida, fue en Buenos Aires. Los tres lo sabemos. Pero precisamos el relato salvador. Alguien en Montevideo dijo que la Flaca se casó con un violoncelista búlgaro de la sinfónica de Buenos Aires. Que tuvo hijos. Nos repetimos este relato, siempre, nos aferramos a él, no mencionamos que probablemente está muerta. Llego a París y cuento: la Flaca está casada, vive, tiene hijos en Buenos Aires.
Sí, dice Daniel, el uruguayo de la Porte des Lilas, él lo supo, Esther le escribió desde Brasil a Roberto en Grigny. Daniel se casó con Beatriz la argentina. La policía la buscaba, era en 1977. Encontraron a su hermana, a la salida de un subte. La mataron porque la confundieron con Beatriz. Alguien logra avisarle a Beatriz. Que se fuera, adonde pudiera. Un comisario de la ONU la recibe de madrugada, logra embarcarla a París. Ella cargará la culpa de una hermana muerta en su lugar. Esther me llama desde Río Grande, supo que Daniel se casó con una argentina, es refugiada, tendrán un hijo. Salvaron sus vidas, repite Esther.
Adalberto, mi amigo de Ribeirão Preto, el que un día vivirá en Maringá, prepara su maestría en Paris. Antes de viajar, en 1980, Adalberto de Oliveira Souza va a Asunción. Lleva libros míos a Josefina Plá, vuelve con fotos y regalos de Josefina, incluidas sus últimas plaquettes de poesía. Esas fotos de Josefina serán de las pocas imágenes suyas que se salvarán, son un documento, Josefina entre sus gatos. Las haré publicar años después, en 2003, en cierto libro-homenaje que le dedicará a su memoria la alcaldía de su lugar natal, La Oliva, Fuerteventura, en las Canarias. De Asunción Adalberto baja a Buenos Aires, en tren. De Buenos Aires también volverá con noticias de los padres de G., el que había abandonado la vida religiosa, esos muchachos, y se había ido a vivir a Brasil sin dar explicaciones, primero a San Pablo, después a Recife. Adalberto sigue a Montevideo, estará con Juan Introini, con Miryan Pereyra, me hará el informe de la situación. Repetirá sus informaciones en París. Adalberto, el amigo de Alfredo, como Jean, incorporados a la espera de los exiliados uruguayos.
Hasta Ivo, mi amigo checo, circulará en la órbita de los uruguayos y el exilio. Ivo era el contrapunto necesario de los exilios uruguayos, era el hombre atrapado en otra de las pesadillas del siglo XX. Católico y físico nuclear, Ivo tenía veinte años en la primavera de Praga, apoyó a Alexander Dubček, arrojó piedras contra los tanques rusos, lloró la derrota, la vivió como una violación.
Somos amigos desde 1978, cuando voy a Roma a pasar enero con Juan Introini, en la pensión de estudiantes del Trastévere. Expulsado de la Universidad, Juan recibe del gobierno italiano una beca para perfeccionar sus estudios clásicos. Uno de los estudiantes es un checo llamado Ivo, hace estudios en física nuclear. Soy nuevo en Europa, quiero conocer el mundo, Juan se enferma durante mis días romanos –las alergias de Juan, el hígado-. Ivo me dice en su mejor italiano: Te pasearé por Roma.
Y me paseó, por cierto. Porque para Ivo atravesar Roma entera era hacer “una piccola passegiata”. Teníamos la misma edad –ambos habíamos nacido en agosto del ´48- pero las fuerzas de Ivo eran de otro mundo, para mí al menos. Los primeros días hablamos mucho de la dictadura uruguaya, de la que tenía noticias gracias a Juan. Además, había descubierto que sus conocimientos de italiano le permitían entender muchas frases completas en español. Pero poco a poco el centro de nuestras conversaciones se va desplazando. Ivo no logra callarse, cuenta los acontecimientos de 1968 en Checoslovaquia, la dictadura. Lo desespera que gente de izquierda en occidente no pueda entender el crimen que está ocurriendo en su país, en todo el bloque socialista.
Yo trataré de dar voz a su protesta en algunos poemas, pocos, demasiado pocos, sobre la invasión. Hablaré con todos mis amigos, llevaré el tema a los Refugiados de París, como lo llevaré después a Montevideo. Yo voy de mis exiliados uruguayos a mi “insiliado” checo en los Cárpatos eslovacos, donde él da sus clases. Aprendí que oírse ayuda a sobrevivir, a aliviar las lastimaduras de la historia.
Al fin de su período de especialización Ivo intenta prolongar sus estudios en Roma, pero la autorización le es negada por el gobierno de su país y vuelve a Eslovaquia, de donde ya no podrá salir. El único modo de vernos consistirá en que yo vaya, para mí es fácil obtener la visa de las autoridades checas. Eso sí, necesito presentarme “frente a las autoridades policiales durante las primeras 48 horas de estadía en territorio checoslovaco”, advierten en francés las visas concedidas. Las “piccole passegiate”, enormes, serán ahora en Praga, en los Cárpatos, en Bratislava. Y seguiremos contándonos historias de resistencia a las dictaduras, en plural. Sé que Ivo me lleva a las iglesias barrocas o medievales y aprovecha para rezar. No podría hacerlo sin mí. Si lo hiciera sin una excusa turística podría ser dimitido de la universidad. “Pero por lo menos acá no te morirás de hambre, como en occidente”, le recuerdo. No, pero lo humillarán, lo pondrán por ejemplo de portero de algún edificio, y él quiere estudiar.
Desde París iré en dos ocasiones a Checoslovaquia, en 1982 y en 1985. El “socialismo real” dejará de existir pocos años después, pero en los ´80 no lo sospechamos. Ivo me espera fielmente en la otra punta de las diecinueve horas del tren de Praga. Jean y Juan me dejan en la Gare de l´Est, Ivo me recoge en Praga-Centro al día siguiente. En el medio hay una frontera con alambres de púas y soldados, se llamaba “cortina de hierro”. En los ´80 también ignorábamos que vendrían fronteras peores.
En Bratislava, la última noche, era enero de 1985, Ivo no se retiene. En un restaurante elegante, frecuentado por la nomenclatura local y que puedo pagar porque cambié francos franceses en el mercado negro –es en una torre futurista sobre el Danubio, y el local parece girar- Ivo llora. No sé cómo reaccionar, no sé cómo se consuela a alguien tan enérgico y lleno de fe como Ivo. Somos dos locos indignados, lloramos las dictaduras, no nacimos para aceptarlas.
De Bratislava vuelvo a Praga en el tren nocturno, para seguir a París. Es la primera vez que estoy sin Ivo en Praga. Paso por la casa de Pavel y Klara, dos amigos suyos que aprendí a estimar. En el café Europa, sobre la plaza Venceslao, donde el régimen tolera una mínima vida gay, le escribo a Ivo una tarjeta postal, que envío abierta para que llegue. Pero va escrita en italiano. Mi tarjeta no llegará nunca. Ivo sabe lo que escribí en ella.
Pero en aquel enero de 1985 son más alegres los fines de semana con los uruguayos, y hasta los almuerzos cotidianos con Adalberto en los restaurantes universitarios de la calle de Cîteaux, o de Jean Calvin. Festejamos la vuelta de la democracia. Yo todavía tengo algunas aprensiones, pero se siente la felicidad en el aire. Pesa menos el repecho de la calle Caulaincourt. Juan Introini pasa el mes en París. Ya ha escrito la mayor parte de los cuentos que integrarán su libro El intruso. Yo conocía algunos de ellos, ahora leo el conjunto, es estupendo.
Jorge Cuinat está viviendo en París, tiene una beca de la universidad venezolana donde trabaja. Estudia a Cicerón. Morirá en agosto del año siguiente, el día de sus cumpleaños. Los problemas cardíacos, el exilio para complicar esos problemas. Pero durante el mes de enero estamos todos juntos en París, Juan Introini, Adalberto, Jean-Francis, es decir, la Trinidad Non Sancta, y Jorge Cuinat, y todos los uruguayos. Casi todos se preparan para volver.
Una noche Jorge viene a buscarme a la calle Caulaincourt, quiere que pasemos la noche en su casa, cerca de la plaza d´Italie, ya compró el whisky. Será nuestra despedida. Juan ya se volvió a Montevideo, yo me volvería a San Pablo dos días después, y ya no vería más a Jorge. Una parte de él lo sabe, de ahí esa despedida, regada a alcohol, y debidamente autorizada por el médico. Revisamos nuestra adolescencia en el barrio del Reducto, la calle Marsella, donde ambos habíamos vivido –Introini vivía cerca, en Marcelino Sosa-, los compañeros del IPA, siempre el IPA tan amado, los de Humanidades, cada uno de ellos, y cada año, antes y después del exilio. Jorge habla, yo sé que lo necesita, que es preciso que lo haga porque después no habrá tiempo. No volverá vivo a Montevideo. Lo espera una operación en el hospital Pitié-Salpêtrière, y algunos meses de vida, fuera del país.
Ese mes de enero, el más liviano de mis inviernos en París, vamos a exposiciones con Jorge y las personas de mi Trinidad. Visitar el museo Rodin, que a Jorge le gusta tanto, pasar una tarde en Versalles, asistir a Tristán e Isolda de Wagner en la Ópera, y porque Jean había comprado la entrada meses antes, y yo entro con su documento de identidad. Vamos a teatros, un Chéjov por la Comédie-Française, en Saint-Denis, tomamos champán ofrecido por Jacky en su boliche de la avenida de Clichy porque ese año yo le llevé desde Brasil las banderitas de los equipos de fútbol de San Pablo y Río que él expone en su café. Es el año que pasamos una semana inolvidable en la casa de campo de Jennifer, la madre inglesa de Jean, en Normandía. Recorremos las playas, desde Honfleur hasta Cabourg, reaprendemos la felicidad. Con Jean haremos una escapada de algunos días a Italia, adonde yo no iba desde los tiempos de Juan Introini en Roma.
Me doy cuenta de que nunca había paseado por la calle de Rivoli, o por la plaza Vendôme, como si en París siempre anduviera de paso y con prisa. Fui mucho tiempo el hombre que subía la calle Caulaincourt como si cargara un mundo en mis espaldas, recorro barrios alejados, demoro en conocer o en apreciar los lugares celebrados, al menos con esa alegría sin reglas ni compromisos que también es un derecho. Lo mismo fue en Montevideo. Mucho tiempo yo casi sólo conocía la calle Minas donde nací y la calle Marsella donde viví tantos años. Demoraré en conocer el centro. Todo demora en mi vida. Por eso me deslumbra estudiar Literatura, porque descubro el mundo, que estaba escondido para mí. Soy y seré siempre el muchacho de barrio asombrado en el café Sorocabana, alguien que precisa oír y aprender.
En este enero o febrero del 85 tomo café con Jorge en la calle Soufflot, y una tarde decidimos parecer dos turistas. Adalberto se nos junta, habla un español extraño pero no quiere ser identificado por los reales turistas brasileños que llenan el café frente al jardín de Luxembourg. Nos reímos. La frase en español de Adalberto: “Estamos felices hoy”, con destaque para el “hoy”, pasará a nuestro folklore parisiense, con Juan Introini la decimos hasta hoy. Por cautela, seguramente.
Escribo estos recuerdos en los años 2000, cuando no está especialmente en mi horizonte viajar a París, Jean ya no vive en la calle Caulaincourt, la propia Checoslovaquia ya no existe más, los travestis brasileños parecen haber cambiado París por Milán o Barcelona y los exiliados están todos de vuelta en Uruguay, o por lo menos vuelven a Uruguay con la frecuencia que desean. Yo sigo sin saber quién fue Constantin Pecqueur, pero confieso que me sentaría una última vez en la plazoleta después de la curva grande de la calle Caulaincourt, bajo los sophoras, y miraría aliviado las aceras que bajan hacia el cementerio, Clichy y la estatua lejana de Moncey.
CRÓNICA DE BUENOS AIRES
VIAJE A LA CIUDAD ÍNTIMA
En el invierno de 1944 la poeta brasileña Cecilia Meireles (1901-1964) realizó un viaje por las dos capitales del Plata. Dejó de esta temporada rioplatense una serie de crónicas que fueron publicadas en los diarios de Río de Janeiro A Manhã y Folha Carioca. En esos textos (reeditados en 1998 por la editorial Nova Fronteira de Río bajo el título Crônicas de viagem) queda muy claro que amó Montevideo: lo dice, lo repite, describe a la ciudad con un cariño entrañable y, al dejarla para ir a Buenos Aires, se despide así: “Quiero decirte adiós y no puedo, Montevideo, hasta la mirada de tus caballos me prende a ti. Pero si me quedara tal vez nunca más los viera, porque el oficio humano es triste, y se vicia fácilmente: los ojos dejan de ver lo que ven siempre, y el corazón se acostumbra, y olvida aquello que se hace maravilla constante... Y así, para amarte, es mejor que te deje”.
Ya del otro lado del río, Cecilia compara a los argentinos y los uruguayos. Empresa audaz: al menos es opinión general –y como montevideano la comparto- que sólo nosotros conocemos nuestras diferencias, que serían digamos poco visibles para los no rioplatenses. Porque ciertamente, hay una unidad llamada “Río de la Plata”. Cecilia era poeta, es decir, sabía leer el mundo en sus entrelíneas, y establece esta comparación: “Diré rápidamente una diferencia que se me ocurre, entre argentinos y uruguayos: en los primeros parece pesar la sangre española; en los segundos, la portuguesa. La sangre portuguesa es lírica; la española, dramática. Nosotros, brasileños, no sentimos ningún extrañamiento entre la gente uruguaya; entre los argentinos sentimos una diferencia de índole. El argentino puede ser extremadamente cortés; no logra ser tierno. Esta aspereza es lo que nos sorprende, aun cuando les admiremos otras cualidades, que sin duda poseen. El argentino es fácilmente anecdótico, irónico, muy propenso a la carcajada, a pesar de su apariencia a primera vista imponente, solemne, austera”. (...) Y sigue: “Reunión en un taller de pintura. Pienso que, en Uruguay, probablemente no estaríamos tan bien vestidos, hablaríamos de arte, recordaríamos algún episodio afectuoso, ocurrido en tiempos, con un amigo ya muerto, que habría sido bueno y triste. Nos conmoveríamos, sentiríamos nuestro parentesco de espíritu, nos quedaríamos por momentos en silencio, como en un sueño; la noche pasaría llevándonos a todos juntos por lugares aéreos, y llamaríamos a esto ser amigos y estar felices”.
Las citas son largas, es cierto, pero también interesantes. La intuición de la nostálgica felicidad montevideana debe resultar correcta si se recuerda la fecha de la visita de Cecilia. Es muy posible que los montevideanos de 1944 fueran así, nostálgicos y felices, además de prósperos. Por su lado, los porteños de Cecilia también deben de haber cambiado mucho porque decididamente no son los que conocí hace décadas y reví en julio de 2004. Los suyos son tal vez los porteños narcisistas del estereotipo. ¿O la poeta había amado demasiado a los montevideanos y, deslumbrada por el cariño dado y recibido, no fue capaz de aquilatar con justicia a los porteños?
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Tengo desde hace treinta años un amigo porteño. Lo llamaré G., será mejor usar sólo su inicial. Nos conocimos en San Pablo, donde G. vivió varios años, en los setentas, en tiempos y circunstancias propicias para que hiciéramos buenas migas. G. apareció algunos meses después de que fundáramos el hoy mítico y siempre entrañable primer grupo de militancia gay del Brasil. Por coincidencia también éramos vecinos. Vivíamos en el centro, él cerca de Bexiga, el barrio bohemio, yo en el Centro viejo. Yo vivía solo, él con una amiga también militante gay.
Siento orgullo de aquellos tiempos, o nostalgia, no sé, o no importa. Pero me pondría a hablar horas de aquellos muchachos. Era plena dictadura y militábamos clandestinamente. Entre nosotros, había poetas y ensayistas, largamente conocidos ahora, y hasta un americano que hoy es un importante bazilianist en la academia de EEUU. Uno de los jóvenes era médico y pocos años después sería coordinador gubernamental de la campaña contra el Sida. Hoy es una autoridad mundial, desde la ONU, en la lucha contra la enfermedad. Y también estaba mi amigo G., de singular pasado. G., hijo de un cantante de tangos. G., fraile de una Orden importante de la Iglesia Católica. Creo que no había llegado a hacer los votos definitivos. Sus largas confesiones giraban alrededor del sexo, ese tema imposible para la Iglesia. --Padre, soy homosexual, necesito realizar mi deseo, ¿qué hago? –Rezá, m´hijo, rezá. El cura confesor sabría lo que decía. En cuanto a G. no sé si paró de rezar (no lo creo), pero en cambio se fue de la Orden. Tan simple: G. quería vivir. En la Argentina de aquellos años ser homosexual no constituía sólo un pecado, como práctica era algo jurídicamente delictuoso. Al igual que su amigo el poeta Néstor Perlongher, que también vendría a vivir en San Pablo tiempos después, G. tuvo digamos un problema con la policía de costumbres, providencialmente solucionado por un diputado amigo. Y G. se fue, inició la aventura de la libertad bajo el signo del exilio.
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Llegué de noche a la estación Retiro debidamente adoctrinado durante el viaje por mi vecina de asiento, mujer delgada y de dedos finos como los de un parca, para que nunca tomase un taxi allí: “Son todos ladrones. A mí uno me desvalijó, me sacó todo lo que tenía. Ahora sólo tomo remise cuando vuelvo de Montevideo, donde vive mi hijo”. Obedecí al consejo de la parca. Me gusta oír a los porteños. Si hay un arte que casi todos dominan –y dominan varios- ese arte es el de la conversación. Le pedí al del remise que no aprovechara el que yo fuese forastero para pasearme inútilmente por la ciudad, que mis economías eran pocas. “Hay integrados y hay desesperados”, me respondió, enigmático, mientras manejaba con prisa. “¿Apocalípticos?”, le pregunté, a ver qué pasaba. “Sí, o te integrás o no sos nadie”. “Bueno, yo no soy nadie”. “Yo tampoco”, dijo, creo que solidario. El viaje resultó demasiado corto para las reflexiones que el conductor entabló y las que seguramente desarrollaría -y conductores así sólo existen en Buenos Aires, al menos a mí nunca me tocó uno igual en Montevideo o en San Pablo, ni en ningún otro lugar. Al final me dejó en el hotel combinado de la calle Corrientes. Y fue cuando empezó el barullo.
Hay que decirlo: todas las grandes ciudades latinoamericanas son ruidosas. San Pablo es ruidosa, México lo es, hasta Montevideo, que no parece una ciudad inmensa (pero sí grande), es barullenta. El silencio, o tal vez, la impresión de silencio se encuentra más bien en Europa. Varias veces salí de Río de Janeiro para desembarcar en París, y siempre tuve la impresión de un contrabando de Paraísos e Infiernos. A veces dejaba el Paraíso tropical y llegaba al Infierno frío. O entonces llegaba al Paraíso del orden urbano, de historia reconocible, y dejaba el Infierno verde, y su versión gris, la selva de piedra. Aun las veces en que mi corazón quedaba en Brasil, y Europa era el Infierno, me aferraba al parco consuelo del silencio, una esperanza que en París sólo es posible para quien viene de cualquiera de las urbes latinoamericanas, bellas y estruendosas.
Naturalmente, lo feo de la calle Corrientes no radica tanto en las fachadas de neón, que atolondran, porque a eso se destinan, ni en el consabido y general deterioro urbano, ni en el empobrecimiento de las clases medias que la frecuentan -y los turistas, y los ladrones, y la prostitución inevitable. (Vi que en el Nacional pasaban una comedia con Claudia Lapaccó, de quien no oía hablar desde que tuve que irme de Montevideo. Dios mío, pensaba, ¿todavía existe? Pero ¿y yo? ¿Acaso no existía también treinta años atrás? ¿Por qué tanta perplejidad? No es novedad que a distancia el tiempo es otro). Lo feo, lo angustiante de la calle Corrientes es la falta de esperanza. Yo sabía, en el quinto piso del hotel donde me habían puesto, que el Infierno del estrépito en aquella Selva de piedra no cesaría, que amanecería y, como en las pesadillas, todo continuaría igualmente intolerable.
La solución, obvia, fue cambiarme a la mañana siguiente, y reencontrar la calma, ya desde mi segunda noche porteña, la que reina, relativa, en el resto del llamado microcentro. Porque con algunas excepciones, el resto del centro parece quedar de espaldas a la exacerbada calle Corrientes. Yo terminé en un hotel de Avenida de Mayo, la de noches vacías como el resto del centro, parejas tomando cerveza en el cordón de la vereda, barras (bravas, tal vez) fumando marihuana, trabajadores nocturnos, o al contrario, gente llegando en la madrugada para trabajar. Era el silencio, modesto Paraíso.
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G. es cura en una parroquia pobre de la más pobre periferia sur de Buenos Aires. Desde que volvió a su ciudad me manda algunos mails, pocos, es cierto, con sus novedades, muchas. Retomó su vida religiosa activa, tuvo que luchar para que lo aceptaran, a su edad, y con su pasado, dice. G. se explica, pero no lo dice todo. Escribe un documento destinado a la comunidad –me lo mandó, hará unos cuatro o cinco años-, calla sobre su sexualidad. Su vocación lo llevó de nuevo al seno de la Iglesia. La angustia económica también, tiene a su padre nonagenario y depende de él. Volvió a Buenos Aires cuando su madre murió, y entonces descubrió que sufría de hepatitis C. Después de sus años paulistas, G. vivió una década en Recife, Pernambuco. Dice que fueron los años más felices de su vida, y es cierto, por lo menos en ciertos canavales fui testigo de esa felicidad. Volvió. También para huir de la sensualidad pernambucana, insiste. Su destino era Buenos Aires, y la Iglesia. Desde Montevideo vengo guardando con cuidado el papel donde anoté sus señas. Quiero llamarlo y darle la sorpresa. G. no me espera. Lo llamo la misma noche de mi llegada. Soy el hombre exultante del locutorio.
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Cecilia querida, conmigo los porteños no fueron irónicos ni incapaces de ternura ni ásperos y su aspecto no fue imponente ni solemne ni totalmente austero. Tal vez porque algunos de ellos conocían mi poesía y yo fui justamente para leer poesía y hablar de ella. Pero es cierto que tú también fuiste a leer tu poesía y de poesía hablar. Han de ser los tiempos. Tú fuiste en tiempos de vacas gordas, amada Cecilia, y no sé si la opulencia nos anestesia, pero sé que puede ser mala consejera. O tal vez sentiste que al salir de Montevideo dejabas atrás una provincia, un lugar hermoso y periférico, y cuando el vapor tocó el muelle porteño intuiste que llegabas a un centro hegemónico con todas las de la ley, y aun las de fuera de ella. Y uno siempre simpatiza con los chicos. Te lo recuerdo: el Conde de Lautréamont –el muy Montévidéen- ya sabía cuál era la Reina del Plata. Lo dice hacia el final del Canto I de Les Chants de Maldoror: “Buenos-Ayres, la reine du Sud, et Montevideo, la coquette, se tendent une main amie, à travers les eaux argentines du grand estuaire”. A Montevideo le tocó ser “coquette”, ¿te acuerdas?
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Fui recibido con generosidad por muchos poetas. Horacio Fiebelkorn, el poeta de La Plata (y que insiste en ser “de provincia”, por más que viva en Buenos Aires), a quien había conocido años atrás durante unas lecturas de poesía en el Palacio Santos de Montevideo, fue de una generosidad infinita. Me ofreció su compañía casi en tiempo entero, y la compañía de Fiebelkorn es un privilegio. Paseamos por el Centro, me mostró (parte de) “todos los lugares que deben ser conocidos por quienes visitan Buenos Aires” –la frase la vi escrita en la vidriera de una agencia de viajes de la calle Córdoba. Y hubo cenas promovidas por su mujer, Soledad, en el hermoso apartamento de Recoleta donde vivieron hasta pocos meses después de mi visita. Por aquellos días estaba saliendo su libro Zona muerta, con contratapa redactada por mí. Esperamos justos el nacimiento del libro (en vano, nació pocos días después de mi partida). Con Fiebelkorn leímos en la Casa de la Poesía, la institución dirigida por el poeta rosarino Daniel García Helder, hombre serio y bueno como su poesía. La Casa de la Poesía se sitúa en la antigua residencia del poeta popular Evaristo Carriego (1883-1912), “allá por el barrio gris que cantó el pobre Carriego”, según decía Borges, quien tanto admiró a este poeta del suburbio. El aguerrido pero melancólico Carriego vivía en una casa pequeño-burguesa relativamente acotada de Palermo, el barrio hoy elegante. Se conservan objetos del poeta, son afrancesados, de gusto convencional, dudoso.
Entre el público estaba Daniel Samoilovich, sabidamente un poeta brillante, pero -al menos yo- no sabía que es un entusiasta ni conocía esa mirada tan dulce y tan penetrante. Es como si toda la inteligencia del mundo se hubiera refugiado en sus ojos, esa “marca Samoilo” de identificación (y él estaba creando entonces una ópera bufa llamada El despertar de Samoilo). En cambio intuía la erudición de Samoilovich, que comprobé en el boliche después de la lectura (un conocimiento asombroso de literatura brasileña, por ejemplo), en esas charlas de café que eran una tradición también montevideana pero que en Montevideo desapareció porque todos los lugares públicos se degradaron frente a la perfecta indiferencia de la Intendencia.
Fiebelkorn también me acompañó a la conferencia que yo debía dar en el Centro Cultural Quinta Trabucco, en Vicente López. El lugar es un palacete de estilo neo-renacentista que perteneció a una familia llamada Trabucco y surge imponente en medio de un jardín, de hecho casi una pequeña quinta con árboles de la flora nativa, orgullo de su director, otro poeta, Rodolfo Alonso. Sin duda, Buenos Aires es la ciudad de los sicoanalistas, y varios de ellos estuvieron presentes en mis lecturas (son los que más levantan la mano para preguntar –con pertinencia, sea dicho de paso- y se presentan: “Soy sicoanalista”). En Buenos Aires parece haber más analistas que analizados, es cierto. Pero también hay muchos poetas. Y los que conocí son excelentes. Alonso es también traductor del portugués, entre otros idiomas. Fue el primer traductor de los cuatro heterónimos más famosos de Fernando Pessoa, en 1960, cuando Octavio Paz todavía no lo(s) había dado a conocer en México. Alonso ha creado una obra poética original, de poemas breves y luminosos. Y por cierto, una vez más terminamos la jornada charlando en un café, éste del elegante suburbio de Vicente López.
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G. está alegre y desconcertado con mi presencia en Buenos Aires. Desgraciadamente no puede verme. Venir al Centro le es imposible, si supiera los problemas de su comunidad, la pobreza, ya no sabe cómo mantener la parroquia. ¿Cómo está de su hepatitis? La va llevando, pero se niega a tomar medicamentos de las multinacionales farmacéuticas, optó por la medicina alternativa. ¿Yo? Sigo con mis problemas respiratorios, aun después de la operación. “La sacamos barata”, dice G. No me da tiempo de responder: “Tengo un pasado de hedonismo”, agrega en primera persona. Está bien, G., mi querido G. ¿Oírme hablar de poesía? No, no tiene tiempo ni para leer. A propósito, tampoco tiene vida sexual, dice, tantos problemas, y además no quiere, es un voto. Hoy de tarde tuvo un casamiento, les dio buenos consejos a los novios. ¿Noticias de Recife? Sí, por e.mail, a veces. Te vuelvo a llamar. Llamame, Alfredo, quiero oírte. Vernos no, no, es muy difícil.
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Estoy en la estación Retiro, para volverme a Montevideo y seguir después para San Pablo. ¿Mi vida no es extraña, Cecilia? ¿Y habrá alguna que no lo sea? Me despido de Buenos Aires como tú de Montevideo. Y también digo: Quiero decirte adiós y no puedo, el oficio humano es triste, el corazón se acostumbra y olvida aquello que se hace maravilla constante. El Infierno y el Paraíso conviven tantas veces, ¿no es verdad, Cecilia? Para mí, Buenos Aires también era íntima, hecha de destinos como el mío, bordado de las parcas. Casi coquette.
CRÓNICA DE CIUDAD JUÁREZ
Es un aeropuerto pequeño, o, si todos los aeropuertos son realmente iguales, éste es de provincia. Se nota en el silencio de los corredores, resistente a pesar de la cantidad de viajeros que bajamos del vuelo “proveniente de la ciudad de México”. Así lo anuncia el altoparlante en un volumen que aumenta la sensación de silencio. Un termómetro gigante avisa: “42 grados”.
En la calma chicha no había lugar para el policía que examina a los viajeros y ahora me llama a mí. Pero ahí está, mira mi pasaporte uruguayo, ya debidamente sellado en la capital, y pregunta, seco:
-¿Qué lo trae por acá?
Lo observo mientras pienso: esto nunca me lo habían preguntado antes, en los Estados Unidos sí, es cierto (“Why you came in America?”), pero no en México. Trato de imaginar por qué me lo pregunta. Mientras tanto, explico que vengo a un Encuentro de Escritores, “Literatura en el Bravo” se llama, y después voy a la Feria del Libro de Chihuahua, de septiembre 2007 -pero ya mis explicaciones son inútiles, el policía me identificó y soy un personaje confiable: “Adelante, bienvenido a Ciudad Juárez”, y agrega: “Señor”.
No me gusta ese “Señor” ni me gusta ser confiable. El policía tampoco debería confiar en escritores. Definitivamente llegué a Juárez con muchas prevenciones. “No leas a Bolaño, mejor lee nuestra poesía y ven tranquilo”, me habían escrito dos poetas juarenses que conocí hace unos años en Michoacán. De hecho, los leí a ambos con atención, y reencontrarlos será uno de los placeres que tendré en Juárez.
El joven que me esperó en el hall del aeropuerto con mi nombre escrito en un cartelito es quien me trasladará durante una semana dentro de la ciudad. No es funcionario del Instituto Chihuahuense de Cultura, ni de Conaculta, ni de cualquier otro organismo oficial. Lo contrataron sólo para este evento. El resto del tiempo trabaja en una casa nocturna, prepara cócteles, es una changa, allí en el sector donde están los bares de moda. Y además su nombre de pila es Jesús.
Juárez recuerda Brasilia. Hay “sectores” para todo: sector de esos bares de moda, es decir, lejos del centro decadente, el de la avenida Juárez que acaba en el puente internacional, sector de los hoteles, donde Jesús me lleva y me ayuda a instalar, y por supuesto que están los sectores de los pobres y el sector de los ricos, los sectores administrativos y todo está unido por grandes corredores urbanos. ¿No hay calles con acera y con boliches de esquina? Sí, pero sólo en el centro, y están demoliendo manzanas enteras. El art-déco sustituido por la modernidad. Renovar es vivir.
Los juarenses tienen la sonrisa fácil y son amigos de largas explicaciones. “Todos los norteños somos simpáticos y hospitalarios”, dicen, y es verdad. “Con excepción de los de Chihuahua”, agregan. Los juarenses y los de Chihuahua, la capital del estado homónimo, rivalizan en todo, por eso no se dan bien. Pero los juarenses tienen la frontera.
PASO DEL NORTE
Antes de que hubiera frontera, Juárez y la actual El Paso, Texas, eran una sola ciudad. Se llamaba Paso del Norte. Ya era un “Paso”, es decir, no tenía vocación de centro urbano, tradicional al menos. Era el Paso hacia Santa Fe, hacia lo que hoy es Nuevo México, pero que era México hasta los acuerdos de Guadalupe-Hidalgo, en 1848, los que definieron las fronteras luego de la invasión estadounidense de 1846-48. Por ese tratado México quedó despojado de dos millones de quilómetros cuadrados.
Por eso Ciudad Juárez no tiene los palacios coloniales que sí se encuentran en Chihuahua, como en todas las nobles ciudades de provincia mexicanas. En Juárez se está siempre de paso. Se puede pasar la vida entera, de paso en paso. El número de habitantes, leo, asciende a 1.313.338. Junto a El Paso, conforman la mayor mancha urbana fronteriza del mundo, con 2.187.662 habitantes en total. Y ahora Juárez está dividida en sectores, así es fácil destruir manzanas enteras para revitalizar la región central. La frontera es un accidente grave, pero uno se acostumbra a él. Y no impide que muchos juarenses vivan del lado mexicano y trabajen en El Paso. Uno de mis poetas, Edgar Rincón Luna, es diagramador de El Diario del Paso, un periódico publicado en español y gemelo de El Diario de Juárez. Casi todos los juarenses hacen sus compras en El Paso, sobre todo cuando consumen productos electrónicos, muy baratos. Para atravesar los tres puentes (cuatro, si se considera uno un poco alejado del centro) la aduana estadounidense pide una visa. Hay una, especial, que da derecho a entrar treinta quilómetros en territorio yanqui. Esa visa (la llaman “visa láser”) es expedida a quienes demuestran que no tienen la intención de quedarse en suelo estadounidense, y es muy perseguida por los ladrones de Juárez.
Desde el hotel miro el downtown de El Paso. Los edificios tienen la misma falta de interés de todos los downtowns. Es la misma ciudad que Juárez, en el mismo desierto, con las mismas temperaturas extremas (pasan buena parte del invierno bajo cero), todo tiene la misma irrealidad de los alucinógenos del desierto, y sin embargo uno imagina césped entre los buildings, y por qué no, ardillas saltarinas. Imagina mal, claro, incluso porque la población de El Paso es en setenta por ciento de origen latina, lo que no la vuelve el modelo de ciudad estadounidense. Una noche el poeta Rodolfo Häsler y yo entramos en el puente, el más central, el que constituye la continuación de la avenida Juárez. Llegamos a los mojones embanderados que indican la Frontera de la República de México y la Boundary of United States of America. Seguimos ya en la parte gringa, antes de la primera guarita. Miramos el panorama bajo el puente: el paso de un tren, infinito, viene desde Chihuahua, va a Santa Fe, Nuevo México. En el medio de la nada, el canal del río Bravo que quedó del lado mexicano, no tiene agua. Son unas dos cuadras de paso, pero desertadas. Quien puede atraviesa por el puente. Quien no, puede morir. Vemos las patrullas tras los alambrados. Todos lo comentan: hace dos semanas un soldado de esas patrullas mató a tiros a un joven que quería saltar las vallas. El soldado era hijo de mexicanos.
La frontera es al mismo tiempo una ilusión y un golpe de realidad, no existe y muchas veces cuesta la vida. Porque sabidamente México es mayor que su frontera Norte y continúa por los Estados Unidos adentro. Por eso suena tan falsa la idea de línea divisoria, de borde, de “borderline”. Y al mismo tiempo la frontera con los Estados Unidos es la única frontera que definitivamente se pueda conocer. Le cuento a Rodolfo mis viajes a Praga en los años ´80, cuando la “cortina de hierro” parecía inamovible. Parecía frontera. Ahora los estadounidenses proyectan un muro, un trecho de ese muro saldrá desde El Paso. Y será un mero acto de arrogancia. Porque el muro ya existe. Y ya muchos lo atraviesan, empujados por la miseria. ¿Qué me trae por acá? Soy un poeta uruguayo y vine a la frontera a dar lo único que tengo, que es poesía, y a aprender humildad.
Anoto frases escritas con tinta negra sobre los lados del canal: “Abajo el imperio”, “Weapons Mass Destructor”. También hay una frase inconclusa: “La guerra de Bush no es sólo contra Irak. Es contra el(…)”, y hay dibujos. Recuerdo dos puños, casi idénticos, como hechos sobre un modelo de papel, y otro, tosco, de la estatua de la Libertad. Rodolfo y yo nos callamos. Tenemos frente a nosotros algunos ideogramas, banales o banalizados, de esos que nos acompañan desde el siglo XX. Lo extraño reside sólo en el local donde los reencontramos, en un puente entre dos mundos, donde cualquier alegoría puede extraviar su sentido, o cobrar significados nuevos, inesperados. Nos callamos.
Volvemos a Juárez, a la avenida con su bar Kentucky, donde se inventó el cóctel Margarita, un bar con interiores de caoba que estuvo instalado en Nueva Orleans y que fue transportado a Juárez, pieza a pieza, y allí reabierto durante los años de la Ley Seca. En la primera esquina de avenida Juárez, a la izquierda, está el cartel de los Transportes Chihuahuenses: “Damos descuento del 50% a los deportados, pero sólo a los deportados. Presentar el documento de deportación. No insista. Viajes hasta Guadalajara y el DF”. Las enes son disléxicas, pero yo siento que el mundo al revés quedó del otro lado, con césped y ardillas. Lo que me trajo por acá fue el Encuentro de Escritores, pero hubiera venido de todas maneras porque soy un hombre de fronteras. Las atravesé toda mi vida. Algunas dan miedo.
EL PARQUE OLVIDADO
La prostitución a cada lado de la avenida Juárez. A mí me impresionan las travestis, sé que merecen un poema. Habrá que ser muy hombre para ser travesti en Juárez, donde las pasiones suelen acabar en tiroteo, y muy prudente, ser verdaderas Ulisas, Odiseas atentas a los mínimos movimientos en el rostro de los hombres. Ulisas nuestras, tan marcadas por los achicados machos latinoamericanos, aquí las travestis no hablan, no llaman a los clientes, sólo ponen boquita de corazón. Saben que las verdades acaban en las orillas de las sábanas o en las manchas de amor, y son peligrosas. Y por eso se ponen blanquísimas y rubias lavadísimas, o ardidas, para ser gringas durante una noche, ser el otro, la Otra, la "del otro lado", como llaman los juarenses a la frontera, las Ulisas atadas al mástil para no entrar en palabras, esa sirena de las verdades fatales, mortales muchas veces.
Hacia el sur de la Catedral, la prostitución es masculina. Hay muchos bares gay en la “plaza Cervantina”, con hoteles en el “callejón de la Mancha”, pero no tienen nada de diferente a los bares gay de cualquier otro lugar. Los gays siempre al margen del margen del margen. Sí, tal vez un detalle: imágenes de María Félix -no podía faltar la Doña en bares gay mexicanos. El show de travestis cómicas del Palacio de las Estrellas se ha vuelto una pequeña tradición de la frontera. Hay que saber reírse de sí mismo.
Desde el día en que llegué estoy preocupado con el río que, imaginaba yo, era la frontera natural entre los dos países. El río Bravo, que los estadounidenses prefieren llamar Grande, es manso y pequeño, y además en Juárez, no separa nada. No muy lejos del centro, por las vallas hacia el este, está el parque llamado El Chamizal, orgullo de los juarenses. Fue al menos el primer lugar adonde me llevó Jesús. “Tienes que conocer El Chamizal, ese parque es el único territorio que los gringos devolvieron en toda su historia”. El parque ostenta 177 hectáreas, está atravesado por los infaltables corredores urbanos, contiene al Museo de Antropología local, pero lo que importa es que fue devuelto por el invasor. Los Estados Unidos demoraron un siglo para admitir que “por un error”, provocado por una inundación en 1864, se habían quedado indebidamente con ese trozo del territorio mexicano. Lo devolvieron en 1967, después de una primera “entrega”, sólo simbólica, del presidente Lyndon Johnson a Adolfo López Mateo el 25 de febrero de 1964. Lo que los juarenses no cuentan es que los estadounidenses se quedaron con el río Bravo. Después de Juárez el río es, de hecho, la frontera natural entre los dos países, pero dentro de la zona metropolitana Juárez-El Paso, la frontera quedó dibujada por un canal, generalmente seco, y no por el río que permaneció totalmente del lado gringo.
Y llega anémico a El Paso. El abuso que los estadounidenses hacen del río lo seca algunas veces durante el año. Y, me cuentan, cuando no lo secan lo contaminan. Me dice el poeta juarense César Silva que hasta los años ´30 se vendían muy barato los terrenos que daban sobre el río, y que en las escrituras constaba la aclaración de que, por obra de alguna eventual inundación, el nuevo propietario podía despertarse un día del lado mexicano. Cuentan que eran tiempos en que algunos restaurantes gringos se permitían prohibir la entrada “de perros y de mexicanos” (“No dogs and Mexicans allowed”).
Juárez es un importante centro industrial. Llama la atención la cantidad de fábricas de sub-tratamiento de los productos industriales, es decir, la tal “maquila” que se ha hecho famosa a causa de las “muertas de Juárez”, esos crímenes de mujeres, generalmente empleadas de las maquiladoras, que se vienen acumulando en las páginas policiales desde 1993, sin que nadie descubra a los asesinos. Por el momento pasa de cuatrocientos el número de cadáveres encontrados. Pero se debe recordar que muchos cuerpos nunca fueron hallados, y nadie parece saber a cuánto asciende el número de las “desaparecidas”. La desinformación es el arma primera de quien no quiere elucidar los crímenes. Las “desaparecidas” pueden ser quinientas o dos mil.
Todos concuerdan en que no hay una única causa para estos crímenes. Pueden ser debidos a los “snuf movies”, esas películas en que se viola y se mata a la mujer frente a las cámaras para diversión de un público dispuesto a pagar precios altos por cada filmación. También hay indicios de que podría tratarse de magia negra, es decir, rituales con víctimas humanas. Los miembros del cártel de drogas de Juárez exhiben hasta en los tatuajes la protección de la Virgen de Guadalupe y de la Santa Muerte. Esta última es un culto popular mexicano que no pide sacrificios humanos. Pero otros rituales de protección sí los piden. El nivel de violencia que la frontera con Estados Unidos puede establecer es socialmente inconmensurable. La prostitución es el mercado más visible (pero no el más grande), codiciado por los estadounidenses quienes atraviesan los puentes sobre todo los fines de semana para alcoholizarse, drogarse y divertirse en la vida nocturna de Juárez. En una charla, el escritor veracruzano Luis Arturo Ramos, radicado en El Paso, compara el Halloween de los estadounidenses con el día de Difuntos en México. En el segundo, nos dice, se dialoga con la muerte y la imagen de ésta es el aceptado esqueleto que todos llevamos dentro. Ya el Halloween dramatiza el horror por lo que viene del más allá, lo que trae el peligro consigo, es el espectro, el monstruo, el ilegal. Los gringos, pienso yo, vienen a Juárez a conocer el lado menos limpio de ellos mismos, y vuelven a atravesar el puente tarde en la noche, para retomar sus vidas de ciudadanos honestos y ordenados, de apariencia limpia. Clean, dicen.
LA VIDA NARCO
Los cárteles de la droga han creado toda una estética del exceso, del dinero fácil, una “narcoestética” que naturalmente dialoga con el machismo de la región. Por lo pronto, en lo musical, existen los “narcocorridos”. Fui a un Sanborn, esos grandes magazines, a comprar uno de estos CDs. Le pedí sin ambages al vendedor: “¿Qué discos de narcocorridos tiene?” La respuesta volvió directa: tenía de “Los tucanes de Tijuana” y de “Los tigres del Norte”. Los corridos son un tipo de música norteña, cuyas letras narran una aventura, a veces épica, eventualmente histórica (por ejemplo, Pancho Villa y sus “adelitas”, o su caballo). Los narcocorridos son un inesperado aggiornamento de ese género: cuentan aventuras de jóvenes que adhirieron al narcotráfico, a veces sólo de emigrantes “ilegales”. La narcoestética incluye también esos hombres con sombrero, cinturón y botas de cuero, por ejemplo de cocodrilo, y a veces de color rosado. Verlos caminar por la avenida Juárez impresiona. A Rodolfo Häsler ese personaje (o narcopersonaje) le inspiró un poema antológico llamado justamente “Ciudad Juárez”. Son el new-macho de la frontera.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 resultaron calamitosos también para Ciudad Juárez. Los controles aduaneros se agudizaron y el narcotráfico, imposibilitado de transportar la droga al territorio estadounidense, su destino habitual, tuvo que bajar los precios y difundirla en territorio mexicano. Fue un desastre para los jóvenes de la frontera, que se vieron seducidos por la droga y por el narcotráfico. En la narcoestética pueden entrar los códigos implícitos en los tatuajes. Cuentan los juarenses que el número de lágrimas tatuadas a la derecha del cuerpo corresponde al de personas que el tatuado ya mató, y las lágrimas tatuadas a la izquierda del propio cuerpo son cuentas aun no cobradas. Jesús me habla del asesinato de un primo suyo: ”El sector de esos bares elegantes es más peligroso que el Centro. De vez en cuando hay balaceras entre los narcos. No existe ninguna familia en Juárez que no haya sufrido algún tipo de violencia debida al tráfico”. Juárez y Río de Janeiro. Pienso en ambas ciudades con una mezcla de amor y amargura.
¿Qué me trajo a Ciudad Juárez? En principio, fue el Encuentro de Escritores, el homenaje que le hicimos al gran poeta mexicano José Emilio Pacheco. Como uruguayo, me cupo recordar la anécdota de cuando José Emilio estuvo en Montevideo. Entonces el presidente era Jorge Pacheco Areco, y el poeta se encontró con una ciudad que lo recibió cubierta de graffiti que decían “Pacheco ladrón y asesino”, “Abajo Pacheco”. Y justo el pobre José Emilio había ido en busca de la ciudad donde vivieron sus abuelos. Historias de desencuentros que en Juárez nos hicieron sonreír. Elena Poniatowska, que había ido a dar una conferencia y defender el “gobierno legítimo” de Andrés Manuel López Obrador –otra historia de desencuentros-, me dijo en el hotel: “Mis uruguayos inolvidables son el General Líber Seregni e Idea Vilariño”. “Pues desde hoy mis mexicanos inolvidables son todos los juarenses”, le respondí. Me quedó mirando intrigada, tal vez porque Juárez tiene mala prensa, pero no di más explicaciones. Y confieso que, una semana después, me fui un poco triste y un poco aliviado. Me esperaba Chihuahua, es decir, una ciudad, y no un “paso”, sin una frontera hecha como un corte a navaja, una ciudad con sus palacios, sus barrios, y no sectores, con su historia épica, tanto de Benito Juárez como de Pancho Villa. Pero un día volveré a Ciudad Juárez, lo sé, y cuando me pregunten qué me trae por allí, diré: -Los juarenses, los extraño todavía.
valla sin lugar a duda una descripcion cruel pero verdadera de mi ciudad juarez
ResponderExcluirEs que yo amo tu ciudad, el punto norte de Lationoamérica. Un abrazo desde el sur.
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