domingo, 20 de junho de 2010

ECLIPSE

Alfredo Fressia

Criar seu atalho






Selección de poemas de ECLIPSE (Civiles iletrados, Montevideo, 2003; Alforja, México, 2006)



CANON DE ECLIPSE

Entre el tercer y el segundo milenio A.C., los caldeos ya habían descubierto que cada 223 lunaciones, es decir cada 18 años y 11 días, se producía una serie fija de eclipses de sol y de luna. Los griegos llamaban a este ciclo con el nombre de Saros, del asirio sharu, “repetición”. Hoy, las listas de eclipses de sol y de luna incluyen los que se suman al ciclo de Saros, antes imprevisibles, y se publican en libros llamados Canon de eclipses. El más conocido es el de Theodor Ritter von Oppolzer (Praga, 1841-Viena, 1886). Su primera edición data de 1887, en el volumen LII de las Memorias de Matemáticas y de Ciencias Naturales de la Academia Imperial de Viena. En ese canon se encuentran 8000 eclipses de sol y 5200 eclipses de luna. No figuran sin embargo los eclipses de luna en penumbra.



[Tales de Mileto, Hiparco, Sulpicius Gallus] Oh gigantes sobrehumanos, que sorprendisteis la ley de esas grandes divinidades y liberasteis el espíritu miserable de los mortales, quienes ora veían espantados desgracias en los eclipses o una especie de muerte de los astros -temor que el eclipse de sol, como es sabido, inspiraba a Estesícoro y a Píndaro, esos poetas sublimes- y ora creían que la luna era víctima de maleficios y venían en su ayuda con ruidos disonantes -por haber temido ese fenómeno del que ignoraba la causa, el general ateniense Nicias no osó sacar su flota del puerto y arruinó así el poderío de su patria- ¡honor a vuestro genio, intérpretes del cielo, vosotros cuyo espíritu abarca la naturaleza entera, inventores de una teoría que os dio la victoria sobre los dioses y los hombres!
Plinio, Historia Natural, Libro II, 9.


Sucederá aquel día
-oráculo del Señor Yahvéh-
que, en pleno mediodía, yo haré ponerse el sol
y cubriré la tierra de tinieblas en la luz del día.
Trocaré en duelo vuestra fiesta,
y en elegía todas vuestras canciones;
en todos los lomos pondré saco
y calvicie en todas las cabezas,
lo haré como duelo de hijo único
y su final como día de amargura.
Libro de Amós, VIII, 9-10



ECLIPSE

Sabías que esa noche llegaría, la del sistro de caliza
yaciendo en la caverna, en silencio los lobos
y los hombres de manos artífices, tan diestros
en el arte de morirse.
¿Y tú, ahí afuera, te sorprendiste herido por los astros?
Ya no palpitan, no son almas donde huía fugaz una pasión, esta vez
nacieron opalinos huevos del eclipse, esperando por abrirse
en el derrrumbe. Caerán sobre la tierra que pisaste, planetas huecos
de la primera cuadratura, piedras rotas sobre el cristal que habías historiado
con tus viejas escenas de caza en Nínive.
La hora llegó, ya viste demasiado el pergamino de tu cielo.
Ya sabes que tu pecho en negativo no acusa corazón ni familia ni nada
de sagrado, Fressia irremediable, sólo esa ostra celeste hecha de tiempo,
madreperla menguante (no repitas la mala suerte en el eclipse)
donde volvía a nacer siempre tu padre, indagando inútilmente
por un hijo, su mensaje en el tiempo, huellas digitales contra el vidrio
empañado de futuro y a ti, botella al mar, te tragaba el torbellino,
dorsal, desde los Apeninos a la pampa.
No nos fijemos en detalles, eso
era el futuro, ya lo sabías refugiado en el vientre del bisonte:
eras hombre y mujer, y el cielo fue un desierto
donde ardió media hora la fogata fría de tus huesos,
y estaba escrito que no hubiera bordes ni destino
ni esperanza de morir cercado de tus hijos, el semicírculo acosado
desde antes de nacer. No te veo acariciando sus blandos esqueletos,
tus niños muertos (de joven llorabas), canciones para danzar
entre los dientes de papel del dragón chino, tan manso
como las lunas rupestres de cada aniversario, recién nacían,
eran las últimas sombras del eclipse, mientras el sistro, Fressia,
te seguirá esperando rajado entre tus manos.



LOS PERSAS

Según Herodoto, la armada de Jerjes
ya había dejado Sardes camino a Salamina,
cuando el sol empezó a abandonar su lugar en el cielo
y a desaparecer. El día, sereno y sin la sombra de una nube,
se fue transformando en noche. El sol
tomaba el color del zafiro y, al mirarse entre sí,
los hombres se veían pálidos como muertos.
Todas las cosas parecían bañarse en un vapor oscuro.
El estupor y el espanto se apoderaron del corazón
de aquellos hombres jóvenes. Jerjes veía el prodigio,
lo siguió con atención y preguntó a sus magos
lo que significaba. El cielo, le respondieron,
anunciaba a los griegos la destrucción de sus ciudades
pues el sol, decían, es el astro profético de los griegos,
y la luna el de los persas. Jerjes, suspendido,
se encantó con la respuesta, alivió a sus hombres
con palabras confiantes y -no callará nunca
Herodoto- ordenó que retomasen la ruta.

Al morir lo comprendieron: morimos
de un eclipse, eternos como el zafiro,
y seguiremos el retorno de las lunas
mientras un Coreuta recite nuestros nombres.
Fue sólo para eso que vivimos.

Jerjes murió en palacio, asesinado por un traidor.




NÁUTICA


Hundido Nicias, náufrago en cautela,
Nicias ateniense, necio general,
dijo Plinio, el Viejo y sin dientes:
Quo pauore ignarus causae Nicias Atheniensium imperator,
ueritus classem portu educere, opes eorum adflixit.
¿Entenderás ahora? Arruinaste a tu patria por un eclipse vano, le temiste
a la luz de película vieja, la matinée en que una flota
ya no salía, por su mal, del puerto.
Mala prensa de los militares, Nicias,
sólo los poetas te recuerdan.



PÍNDARO INTEMPESTIVO



Eclipse de Tebas, ¿vuelves otra vez del breve exilio
para apagar el sol de Montevideo? ¿Traes tú
el anuncio de otra guerra, la ruina
de nuestras cosechas, alguna innombrable tempestad de nieve
donde se oculte el temblor de los tiranos, o un desbordamiento
del mar que vendrá a vaciarse península adentro? ¿Será el hielo
sobre el descampado o un verano que los vientos del sur
harán derramarse en sudestadas furiosas?
¿Vas a inundar la tierra y expulsar a los hombres aterrados?
¿Nacerá entonces otra raza entre nosotros? ¿Y seremos otra vez
fantasmas sin bordes bajo la penumbra?





ANOCHECER EN LA TORRE


Úrsula punza la boyuna yunta
Julio Herrera y Reissig


¿Ves? Siempre retumba antes de la huida, brusca
la tarde se derrumba. Úrsula ya no punza
la boyuna yunta y aún no duerme la penumbra
en la espesura. ¿Una tundra? La instantánea oculta:
“Une station balnéaire sur le Rio de la Plata, 1900”
o antes, cuando sucumban los montes en fuga
al túmulo del mar. ¿Ves sobre la playa una medusa
gigante como la congoja? ¿Úrsula no pregunta?
¿Qué lengua muerta el alma pronuncia? Punza
la noche, la cena, la persiana abrupta.
Una mosca perturba la órbita nocturna,
está extraviada, zumba.




PREPARACIÓN DE UNA CENA


Con el ojo irisado de la muñeca china,
la de la seda inconsútil como piel, aquilato
el reflejo jade de las venas, en reposo
las aves à la campagnarde. Contemplo mucho tiempo
la interrogación lujuriosa de los cuellos
hasta ejecutar con destreza la fina arte cisoria.
Examino las alas sobre la marquetería del trinchante.
El abanico de tersa malaquita
esconde las respuestas.





HIGIENE



olho muito tempo o corpo de um poema
até perder de vista o que não seja corpo

Ana Cristina Cesar (Ana C.)


Apagón y lluvia
la noche del eclipse,
no se pudo ver nada.
En casa me sequé, tomé café oscuro
y con la manga me limpiaba la sangre
en las comisuras de un verso de Ana C.




LA TABLA DE MENDELEIEV

Dimitri Ivánovich Mendeleiev
(Tobolsk, Siberia, 1834-San Petersburgo, 1907)

Dimitri Ivánovich, amigo puntual: te lo confieso,
últimamente ando desencontrado, se me confunden
las lunaciones, supe que me hacía trampas
el solitario, toco y no me cierra
la escala periódica entre los dedos.
De noche no duermo, y recorro en la tabla
los metales más raros y pesados,
aquel del cansancio milenario que previste sin saber nombrar,
mineral, salado, el de la estatua.
Fui presionando con las yemas de los dedos, encontré amantes
escondidos atrás de los jacintos, era entre el umbral y el cielo,
y vi los genios que bajaban por los cipreses para tocar a los muchachos.
También contemplé el vientre atómico
de las cruces y las flechas, abierto bajo la luna llena:
se maldecían de tanto que se amaban.
Entonces fui un amante metafísico (era el cansancio)
y absorbía los Valores con los labios secos.
Me disfracé de pastora en el Segundo Imperio y consultaba las tablas
historiadas con grabados de Doré. Mi perfil era griego
y abrigaba sonetos con la lana del rebaño
que le robé a Virgilio. Tenía el plectro
engarzado con metales preciosos,
y otros que no eran preciosos, Dimitri,
lo confieso, pero eran mi tabla de salvación.
Después vino el otoño, y los metales volátiles,
los del vino que mareaba el sueño de los dioses,
me desviaron las manos hacia el sur,
¡Islas Marquesas!, gritaba el equipaje,
a rehacer la escala inevitable.
Hablé aliviado con el Inca en Cuzco,
le pedí consejos de coquetería en el futuro
próximo y lejano y el futuro futuro
de tu Tobolsk inversa, y me descubrí en la playa
en brazos de un Marqués rubio y ciego
e impotente y sabio.
Dimitri, hice tabla rasa del orden de los elementos
y giro entre trece signos nuevos para mi horóscopo
de estrella sin galaxia. Se me saltean peldaños
en la escala, y oigo la risa de Jacob
por las fisuras del universo.




“INCOMUNIDAD”



A Alberto Augusto Miranda, en Lisboa,
divulgador del neologismo



Fue el día en que el deseo y la guerra entraron en eclipse,
vi la lenta caravana de los pies sobre la tierra
ávida de muertos, lo mejor y lo peor
de la especie, para siempre desgarrados.

De cerca vigilo la desintegración de los átomos (densos,
los de la materia, leves los del alma, previdente Demócrito)
y el nuclear estallido de un poema, inútil estrategia
para la batalla, el final del motín, los juegos de tumulto

o del amor. Lavo los restos húmedos del odio, he coleccionado
secretos de boudoir, ya no ven el objeto
ni el deseo, momia eterna (como los átomos,
tierno Lucrecio) de mis dulces animales prehistóricos,

mis blandas bestias incomunes, décadas
rumiando la nostalgia de las horas. ¿Era esa
la naturaleza de las cosas? Desarmaban
el corazón del reloj, atómico Big Ben,

biológico de gente para amar, le daban hijos,
lo envejecían, se percibía en el espejo historiado
con Aquiles corriendo, y la tortuga, cuando empezaron a morir,
disgregados, un blanco de memoria en los años sesenta

o en la borra de café donde no leo los átomos tenues de la caravana
errante, ni país ni la ilusión de fundarlo bajo la luna nueva,
mis viejas barajas marcadas de alzheimer en la manga.
Delira la materia, la naturaleza es un vértigo gigante

para que huya un verso, trampa del cero, el universo.




LECCIÓN DE HISTORIA


Llegamos juntos los vivos y los muertos, venimos
por la ruta de la seda, los cien mil
hijos de todos los santos, listos
para atravesar los Pirineos. Traemos los cinco sentidos
engarzados en el collar de la paloma, o los suspende en la mano
la dama del unicornio. Jugamos a las Guerras
de religión, versátiles como argumentos
en la controversia de los ritos chinos.
¿Querían ver a Margarita de Angulema, reina de Navarra?
Aquí está. El blanco rostro, sagitario de cal envuelto con su manto negro,
sola, lejos de su máscula madre y su hija trágica, nos mira.
Durante los cincuenta y siete años de su vida
quiere entender: “Los mansos heredarán
la tierra”. Como nosotros, ella ve transfigurarse en aro lunar
el eclipse de sol, son velos inmóviles
sobre la nave del destierro, vendas blancas en el rostro
de la reina, la veladura fanstasmal en el último retrato.
A veces los muertos nos abrazan, somos jóvenes
en un café de Montevideo (L’eclisse de Antonioni
era de 1962, el silencio de una noche de verano
en una ciudad industrial donde aún se oyen
los ruidos insistentes de la naturaleza). Estamos
entre la vida y la muerte, tejemos la belicosa tapicería de Bayeux
para cubrir de paciencia los muros del Cementerio, el mundo
es una tierra rasa golpeada por el viento. Y miramos el cielo. Todavía
guardo fotografías del eclipse, como mapas
o arcanos del Tarot. Un modo de ver
imágenes mal reveladas, o están floues, se nos mueven
los bordes. Ci-gît François Ducasse, pero Isidoro el hijo
yace en estampas radiactivas, meteoritos
con carga eléctrica de Urano, la tortuga de Esquilo
caída sobre el Uruguay. Yo soy el más joven de los muertos,
reconstruyo el mundo en mi lección de Historia y le beso la sandalia
a Empédocles, en silencio, después de la explosión.
El eclipse local de sol del 28 de octubre de 1536
duró 2 horas 24 minutos (se sabe hoy). Margarita de Angulema
lo contempló en Pau junto a sus enanas que leían hebreo.
Nostradamus tenía 33 años, y el eclipse venía desde antes, solapado
por la noche oscura (del alma, se sabía entonces): Por eso durará
como el recuerdo, y será amargo. Vendrán los brujos montevideanos
de la aurora, los de las palabras nuevas, ruidos de la naturaleza
al occidente de San Pablo, las llaves en la mano
para girar las manecillas del reloj
y el perseverante libro de las horas
de exilio y pocas de reconciliación. Margarita
lee lo que no quiere, no creyó en la Transustanciación
ni en la intercesión de la Virgen, pero sabe que los mansos
son hombres lobos durante el eclipse.
Después quedamos fijados para siempre
como la reina en su manto negro, el que usó
para posar en los austeros salones de Nérac,
enterradas las fotos, huesos sobre las cartas celestes,
estas joyas del ancestro en la carrera.




DIARIO DE CAZA


Duró toda una noche. Navegamos
más allá de las columnas, lejos los bosques
donde ríe una diosa y las estrellas
sin memoria apuntaban al lunario. Yo les robo los pétalos
a las plantas carnívoras del jardín de las delicias.
Acecho sobre la escotilla, enhebro collares vegetales
para los tripulantes de efímeras gargantas. Mis dedos ágiles
siguen la línea sinuosa en el elzevir:
Estos son los ríos de Babilonia, se suben
en busca del olvido y vuelven siempre
soberbios como un planeta. A veces me detengo
en los jardines suspendidos del imperio, y ejercito
la muerte en mis últimos torneos de cetrería.
El Centauro me afiló los dientes y las uñas, tengo
la avidez de trece lunas llenas, y del viaje sólo recuerdo
unas cartas de navegación hundidas, una cacería
de altura y el canto de los marineros.




EL VERGEL Y LA LAGUNA


Yo también fui a verme en la laguna, junto al vergel inmóvil,
el de las bayas solemnes como hostias. Era yo y era el pasado, la resaca,
mala espina el primer día de un destierro, mi vez
de besar el abandono mientras yacía la espada de Lisandro,
ganador de batallas, en la orilla. Vi las frutas del tiempo
en la naturaleza muerta, mi sazón
de viejas ordalías, las dos manos y un círculo de lunas
negras latiéndome en el pecho. Si giro a la derecha
los dedos empuñan el cuchillo, arden heridos por la espina
y se crispan como un Peloponeso.
Con la izquierda hundo las uñas en la pulpa, momia sin color
mordida por un Dios y cuatro hombres,
dos soldados, dos ladrones bellos como el crimen.
Un moscardón y un ángel vuelan sobre la laguna, yo me ahogo
en el reverso del mundo tenuemente iluminado
tras la piel del fruto.




PENITENCIA


Paso la noche ordenando los juegos imprudentes del insomnio, hago madejas
con los hilos de seda sueltos en mi sambenito. Digo piedad.
Tejí entre las costillas las dos alas de San Andrés, punto cruz
de un viejo talismán contra el remordimiento.
Llovió. Oigo la gotera en la cocina mientras rezo
para que surjan otra vez brillantes, madre mía, las murallas de Ur
húmedas sobre la arena, la sábana tibia de mis hecatombes,
gansos que degollé en el Capitolio. Quiero volver al vientre
y velo inmóvil sobre la tela de arañas venenosas. Las cuento
una por una, hasta que sucumban hambrientas como pensamientos.
Rezo. La gotera no cede en la cocina. Acostado
soy blanco y gigante como el arrepentimiento. Vivo para pedir.
Perdón por la memoria porosa de la arena, perdón
si hundo mi oído en la almohada de plumas
y me oigo flotar tras la muralla, Amén.




PLAZA MATRIZ


muero de un pensamiento mudo como una herida
Delmira Agustini

De noche entré en la fuente por el friso, no quería
salir del laberinto, giré mucho tiempo alrededor
del pensamiento mudo como una herida,
y del otro que hablaba, Delmira,
pero no lo quería oír. Seguí las sombras verticales
o eran santos flotando bajo el agua, siderales
guerreros suspendidos, y el pensamiento
decía algo sobre las criaturas de la aurora,
las de alas entreabiertas y tiesas como amenazas,
o tal vez fueran alas impostoras, muelles
tules de la luna. Las saetas de san Sebastián
seguían ardiendo entre palmas sumergidas
y yo bajaba por el pensamiento, echaba
burbujas por la boca, versos, pociones blancas
de Cosme y Damián vagando por el agua.
Matrices del dolor, se me enredaban los pies entre las algas,
eran peces predestinados a la herida.
Los Mártires decían Hodie desde siempre,
los veía hundirse, y yo también cayendo
en la herida del tiempo, la llaga incubada de futuro:
Aquí están los moluscos del Hodie viscoso,
atrás viene el pasado,
las caracolas abandonadas donde se refugia
un rey monstruoso cercado por las torres.
Los muertos y los santos navegan sin destino
mientras dura mi vez de hacer tierra en Gaeta
para después morir extrañamente, Delmira,
y en la mañana emerger de la fuente para oír
el trepidar del polvo en el camino.




BALDÓN


D’entretenir Titus dans un autre lui-même
Racine. Bérénice, 272.

Si era un poema de escarnio y a deshora,
¿por qué flotaba frente a mí,
sobrenatural, inútil agua viva?
¿Por qué hablaba del mar si los muertos
rondaban para siempre en playas planetarias,
mientras yo me quemo perdido en la marea?
Las sílabas ardían y me salían frases o cenizas
de mis otros yo mismo, los muertos
que me abandonaron cuando más los precisaba.
Roque el inventor se hundía en mi poema,
mar fantasma donde siempre
es antes del comienzo y para Jorge es tarde
reclamar la promesa entre los versos, a pecho abierto
clamando la sirena.
¿Y yo mismo, el otro, pulpo enredado entre las letras,
sin saber escribirlo ni tampoco qué tintas tatuaban
la gaviota embalsamada en la nuca de Jean, piloto inmóvil
de su ataúd por cuerpo, mientras Myriam
vitupera a hueso roto mordida por el viento?
¿Y de Guillermo, espléndido y suicida,
la memoria desagua para que yo la beba? ¿Y el ahogado?
¿Uno más condenado a navegar
cargando desde siempre el mar a sus espaldas?
Si las playas me brotaban por los ojos, si eran
arcos siderales volcados en el ruedo, esta
ciénaga oscura de mí mismo,
¿por qué hago versos a destiempo con mi resaca amarga?
¿Cómo mantengo el imperio provisorio
yo mismo solo en el oprobio y tarde
o temprano el último poema?




































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2 comentários:

  1. Alfredo, qué decir que no fuera superfluo... el silencio sería lo mejor pero quiero dejar constancia de mi amor por tu poesía.
    Un abrazo a la distancia.

    Silvia

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